PENSAMIENTO ESPIRITUAL DE JUAN PABLO II
«¡No tengáis miedo! ¡Abrid de par en par las puertas a Cristo!»,
Estas fueron las primeras palabras de Karol Wojtyla al ser elegido Papa el 16 de octubre de 1978.
Su pensamiento espiritual, te ayudará a conocer más a Cristo, a descubrir la grandeza de la Eucaristía; a aprender a dialogar con Dios. Te dará ánimos y resortes para afrontar el sufrimiento y aprender a llevar la cruz que todos poseemos.
Te mostrará el camino para encontrar la felicidad auténtica y la paz verdadera. Te descubrirá el rostro de la Virgen María y el amor que Dios siente por ti. Juan Pablo II te dará las pautas para que estés más unido a Dios. De ti depende profundizar en esas meditaciones y abandonarte a la voluntad del Señor.
PENSAMIENTOS DE JUAN PABLO II A LA VIRGEN

Totus Tuus. Esta fórmula no tiene solamente un carácter piadoso, no es una simple expresión de devoción: es algo más. La orientación hacia una devoción tal se afirmó en mí en el período en que, durante la segunda guerra mundial, trabajaba de obrero en una fábrica. En un primer momento me había parecido que debía alejarme un poco de la devoción mariana de la infancia, en beneficio de un cristianismo cristocéntrico. Gracias a san Luis Grignon de Montfort comprendí que la verdadera devoción a la Madre de Dios es, sin embargo, cristocéntrica, más aún, que está profundamente arraigada en el Misterio trinitario de Dios, y en los misterios de la Encarnación y la Redención.

María Santísima continúa siendo la amorosa consoladora en tantos dolores físicos y morales que afligen y atormentan a la humanidad. Ella conoce nuestros dolores y nuestras penas, porque también Ella ha sufrido, desde Belén al Calvario: «Y una espada atravesará tu alma.» María es nuestra Madre espiritual, y la madre comprende siempre a los propios hijos y los consuela en sus angustias. Además Ella ha recibido de Jesús en la cruz esa misión específica de amarnos, y amarnos sólo y siempre para salvarnos. María nos consuela sobre todo señalándonos al Crucificado y al paraíso.

Madre de misericordia, Maestra de sacrificio escondido y silencioso, a ti, que sales al encuentro de nosotros, pecadores, te consagramos en este día todo nuestro ser y todo nuestro amor; te consagramos también nuestra vida, nuestros trabajos, nuestras alegrías, nuestras enfermedades y nuestros dolores.

También os pueden llegar a vosotros momentos de cansancio, de desilusión, de amargura por las dificultades de la vida, por las derrotas sufridas, por la falta de ayudas y de modelos, por la soledad que lleva a la desconfianza y a la depresión, por la incertidumbre del futuro. Si alguna vez os encontráis en estas situaciones, recordad que el Señor, en el designio providencial de la creación y de la redención, ha querido poner junto a nosotros a María Santísima, que, lo mismo que el ángel para el profeta, está a nuestro lado, nos ayuda, nos
exhorta, nos indica con su espiritualidad dónde están la luz y la fuerza para proseguir el camino de la vida. Siendo todavía joven, el padre Maximiliano Kolbe escribía desde Roma a su madre: «¡Cuántas veces en la vida, pero especialmente en los momentos más importantes, he experimentado la protección especial de la Inmaculada...! ¡Pongo en Ella toda mi confianza para el futuro!»

Como esclava del Señor, María estuvo dispuesta a la entrega generosa, a la renuncia y al sacrificio a seguir a Cristo hasta la cruz. Ella exige de nosotros la misma actitud y disposición cuando nos señala a Cristo y nos exhorta: «Haced lo que Él os diga.» María no quiere ligarnos a ella, sino que nos invita a seguir a su Hijo. Pero, para llegar a ser en verdad discípulos de Cristo, debemos —como Cristo mismo nos enseña— despojarnos de nosotros mismos, liberarnos de nuestra propia autocomplacencia y, como María, abandonarnos enteramente en Cristo; debemos seguir su verdad, la que Él mismo nos ofrece como único camino hacia la vida verdadera y permanente.

Tenemos necesidad de ti, Santa María de la Cruz: de tu presencia amorosa y poderosa.
Enséñanos a confiar en la providencia del Padre, que conoce todas nuestras necesidades; muéstranos y danos a tu Hijo Jesús, camino, verdad y vida; haznos dóciles a la acción del Espíritu Santo, juego que purifica y renueva.

Oh, Madre de los hombres y de los pueblos, tú que conoces todos sus sufrimientos y esperanzas, tú que sientes maternalmente todas las luchas entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas que invaden el mundo contemporáneo, acoge nuestro grito que, como movidos por el Espíritu Santo, elevamos directamente a tu corazón y abraza, con el amor de la Madre y de la Sierva, este nuestro mundo humano, que ponemos bajo tu confianza y te consagramos, llenos de inquietud por la suerte terrena y eterna de los hombres y de los pueblos.